15 noviembre, 2006

La débil condición humana

Es sabio aceptar lo que uno es por naturaleza. Así es como acepto la muerte. Pero me cuesta mucho aceptar mi naturaleza débil ante el sexo. Es un instinto tan fuerte que obnubila las mejores capacidades intelectuales. Y no lo digo sólo por mí, sino por los demás hombres que conozco (que me perdonen las mujeres, pero no quiero generalizar sobre algo que no estoy seguro respecto a la fémina natura).

He visto cómo ilustres profesores de humanidades y cerebrales hombres de ciencias exactas se doblan ante su poder. Entiéndaseme bien: no estoy en contra de las relaciones sexuales, ni menos abogo ahora por mis creencias religiosas o mis costumbres morales. Tan sólo hablo de cómo un cuerpo hermoso, unos ojos atrayentes o una boca seductora pueden descarrilar el tren de nuestras más férreas intenciones y voliciones racionales.

Alguien me dirá que los apetitos sexuales deben formar parte de nuestras decisiones y de nuestro proyecto de vida: no debemos negarnos al deleite sensual ni a la pasión. Cualquiera que me conozca sabrá que nunca los he negado. Pero no es suficiente. No es sexo lo que uno se plantea como meta en la vida. La madurez consiste en sobreponerse a los deseos primitivos, en darles curso a su debido tiempo (y lugar). No es la necesidad afectiva: esa puede estar cubierta, y como suele suceder en la mayoría de los hombres, está hasta desligada del amor. Hay deseo sexual sin amor, de hecho (aunque quizás no lo contrario). Insisto: ¿qué es lo que hace que los hombres más serios e inteligentes que conozco se doblen como hojas de hierba al viento?

Algunos se ríen de esta desventaja, y se creen capaces de tener todo bajo control; otros miran por encima del hombro, menospreciando los malestares de los que doy cuenta. Pero todos caen ante la única necesidad vital y no mortal de los hombres. Si no es el cuerpo, al menos la mente no se puede resistir. Otros se resisten totalmente. La mayoría por motivos religiosos. Encerrados en sus cuevas pueden paliar los síntomas, pero ni por asomo curan la enfermedad. Algunos de ellos son llevados a la locura misma, por hacerlo. Así es, la falta de sexo no conduce a la muerte, como la falta de comida o de aire. Pero sus efectos, a largo plazo, pueden ser devastadores.
Con un poco de sabiduría y
disciplina puedo llevar mi vida adelante, como la mayoría de los hombres. Pero no soy tan sabio como para resolver definitivamente el problema: me molesta, me molesta mucho tener la débil naturaleza masculina ante el sexo, por más que disfrute mucho de sus efectos.

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