23 noviembre, 2006

El éxito: una respuesta negativa

¿Qué es el éxito? ¿A qué se le puede llamar una vida exitosa? Según Aristóteles, no podemos calificar ninguna vida de exitosa (feliz decía él), hasta que no haya culminado: la suma de los hechos en la vida es lo que permite hacer una evaluación de ella. Sin embargo, se puede establecer, en determinado punto, si uno tiene ahora una vida exitosa o feliz.

Ahora bien: ¿Es el éxito igual a la felicidad? Sabemos de gente que ha tenido millones, e incluso de algunos que han sido socialmente poderosos. Pero lo material no parece ser decisivo para la felicidad; recuerdo el lamentable suicidio de una modelo joven y bella, en la flor de su carrera y con una posición económica realmente envidiable. ¿Fue exitosa esa persona? Al menos no fue feliz. Debemos pues deslindar el éxito de la felicidad o, mejor aún, debemos distinguir el éxito real del aparente y externo. Sólo entonces podremos empatar éxito con felicidad. El éxito está más relacionado con la realización personal que con el triunfo económico o social.

Después de todo, para ser exitosos no se tiene que tener el dinero de Trump ni la belleza de la Schiffer. No es necesario estar en la cima para alcanzar el éxito. Podemos considerar que una buena profesional, un hombre bien casado o un empresario medianamente próspero ha alcanzado el éxito. Nuevamente, sin embargo, parece que nuestra valoración del éxito se relaciona más con la visión externa que con el desarrollo personal. Todos conocemos gente exitosa en su campo profesional que vive una vida miserable. Curiosamente nos parece menos infeliz aquel que tiene una buena familia; y por buena no me refiero a individuos que no le hagan daño a uno, sino a personas que están plenamente interrelacionadas entre sí, que participen activamente de la vida de uno.

Y es que a esté nivel ser exitoso en las relaciones familiares no es un bien externo, sino real, personal e íntimo; como seres políticos que somos necesitamos relacionarnos con otros humanos, nos guste la idea o no. La negación de esta evidente condición humana se encubre con la misantropía, y a veces hasta con la sociopatía. El éxito familiar, sin embargo, no parece ser una condición necesaria para el éxito personal, sino más bien una consecuencia del él. La familia ayuda –quizás hasta predetermina– pero es la realización personal la que conduce al éxito familiar. Un hombre proveniente de una buena familia puede no llegar a alcanzar la felicidad, pero parece poco probable que un hombre feliz no llegue a tener una familia exitosa.

Basta de rodeos (me encantan los rodeos, ¿no?): ¿qué es lo que hace que uno sea exitoso o feliz? Todos sabemos que no hay una respuesta exacta a esta interrogante. Si invertimos los papeles, creo yo, quizás podamos tener una buena aproximación a la cuestión. ¿Qué es lo que hace la gente que parece ser feliz? Digo parece, porque muchas veces vemos individuos pusilánimes arrastrados y sometidos a ciertos sentimientos y pasiones que parecen hacerlos felices; y aunque sospechemos que su felicidad es falsa, no podemos negar que tienen un rostro feliz (o estúpido, según nuestro propio punto de vista). La felicidad es un asunto interior, es cierto; pero debemos dejarnos de escepticismos infructuosos y reconocer que somos capaces de saber quién es feliz realmente y quién no lo es. En consecuencia, los que nos parecen felices deben serlo.

Parafraseando a Forrest Gump, la gente feliz es la que hace cosas felices. El éxito del hombre feliz parece radicar en realizar sus planes, y sus planes lo hacen feliz. Esto no debe tomarse sin calificación, como lo hace el profesor Barry Smith. Hay realizaciones que son exitosas externamente –como el infame ataque de Bin Laden a las torres gemelas. Dudo que, sin embargo, esto pueda hacer verdaderamente feliz a alguien. No hay que confundir la felicidad con el éxtasis o la excitación. Una felicidad que se basa en el sufrimiento de otros no parece conducir a la realización personal. La venganza y el odio satisfacen bajas pasiones, pero no construyen nada.

El éxito pues, para mí, no se realiza concretando acciones externas, cumpliendo los requisitos predefinidos de la sociedad. El éxito es igual a la felicidad porque es interno, depende no de los demás sino de uno mismo. El éxito del revolucionario, del terrorista, del soldado patriota o del policía héroe es externo y superficial, falso e infeliz, sino conducen a un estado de crecimiento espiritual interno. Es verdad que esto suena muy etéreo y ambiguo, y que hasta se podría argüir que el asesino en serie y el sádico torturador son felices “espiritualmente” viendo sufrir a sus víctimas. Pero eso sería nuevamente relativizar nuestra capacidad para reconocer la felicidad verdadera (y para distinguirla de la estupidez, la demencia o la crueldad morbosa).

¿Qué es el éxito? ¿Cuál es la felicidad verdadera? No creo que se pueda decir tan fácilmente, pues está íntimamente ligado a nuestras experiencias y al concepto de vida que poseemos. Pero el camino que conduce a la felicidad es interno, y consiste en realizar lo que queremos ser. Quizás el lector aún se encuentra preocupado –y decepcionado– por la respuesta inconclusa y abstracta que he ofrecido. ¡Eso está muy bien! Porque ahora se me puede unir en lo que ha constituido para mí el objetivo de mi existencia desde el 29 de septiembre de 1980: la búsqueda del sentido de la vida.

15 noviembre, 2006

La débil condición humana

Es sabio aceptar lo que uno es por naturaleza. Así es como acepto la muerte. Pero me cuesta mucho aceptar mi naturaleza débil ante el sexo. Es un instinto tan fuerte que obnubila las mejores capacidades intelectuales. Y no lo digo sólo por mí, sino por los demás hombres que conozco (que me perdonen las mujeres, pero no quiero generalizar sobre algo que no estoy seguro respecto a la fémina natura).

He visto cómo ilustres profesores de humanidades y cerebrales hombres de ciencias exactas se doblan ante su poder. Entiéndaseme bien: no estoy en contra de las relaciones sexuales, ni menos abogo ahora por mis creencias religiosas o mis costumbres morales. Tan sólo hablo de cómo un cuerpo hermoso, unos ojos atrayentes o una boca seductora pueden descarrilar el tren de nuestras más férreas intenciones y voliciones racionales.

Alguien me dirá que los apetitos sexuales deben formar parte de nuestras decisiones y de nuestro proyecto de vida: no debemos negarnos al deleite sensual ni a la pasión. Cualquiera que me conozca sabrá que nunca los he negado. Pero no es suficiente. No es sexo lo que uno se plantea como meta en la vida. La madurez consiste en sobreponerse a los deseos primitivos, en darles curso a su debido tiempo (y lugar). No es la necesidad afectiva: esa puede estar cubierta, y como suele suceder en la mayoría de los hombres, está hasta desligada del amor. Hay deseo sexual sin amor, de hecho (aunque quizás no lo contrario). Insisto: ¿qué es lo que hace que los hombres más serios e inteligentes que conozco se doblen como hojas de hierba al viento?

Algunos se ríen de esta desventaja, y se creen capaces de tener todo bajo control; otros miran por encima del hombro, menospreciando los malestares de los que doy cuenta. Pero todos caen ante la única necesidad vital y no mortal de los hombres. Si no es el cuerpo, al menos la mente no se puede resistir. Otros se resisten totalmente. La mayoría por motivos religiosos. Encerrados en sus cuevas pueden paliar los síntomas, pero ni por asomo curan la enfermedad. Algunos de ellos son llevados a la locura misma, por hacerlo. Así es, la falta de sexo no conduce a la muerte, como la falta de comida o de aire. Pero sus efectos, a largo plazo, pueden ser devastadores.
Con un poco de sabiduría y
disciplina puedo llevar mi vida adelante, como la mayoría de los hombres. Pero no soy tan sabio como para resolver definitivamente el problema: me molesta, me molesta mucho tener la débil naturaleza masculina ante el sexo, por más que disfrute mucho de sus efectos.

09 noviembre, 2006

“En dos palabras, yo creo –he aquí toda mi metafísica y toda mi moral– que Dios existe y que el Diablo también, pero en nosotros. El culto que nosotros debemos a estas divinidades latentes no es otra cosa que el respeto que nosotros nos debemos a nosotros mismos y yo los entiendo así: la busca de lo mejor para nuestro espíritu en el sentido de sus aptitudes naturales. He aquí mi formula: Dios es nuestro ideal particular; Satán, todo lo que tiende en nosotros a desviarnos de ese ideal” Papini

Mucha gente inteligente cree que creer en Dios es un refugio contra los males de la vida. Y tienen razón. Pero es también un refugio creer ciegamente en un determinado credo político (el marxismo, el nacionalismo, etc.), en la ciencia (poniendo énfasis en lo empírico), en el arte como forma de vida (la vida bohemia), en el agnosticismo mismo (no poniendo en duda la existencia de Dios, como hace el ateo sincero, sino dejando de lado la discusión de su existencia, “superándola”). Es más, el peor de los refugios es el escepticismo cómodo posmodernista que se acomoda a cualquier forma de vida porque “total, todo vale lo mismo.”
El verdadero creyente no se refugia en Dios para no pensar en Él. El verdadero creyente cuestiona su existencia, discute con Él, Lo enfrenta y Le pregunta “¿por qué nos has abandonado?” (Las palabras de Cristo en la cruz). El verdadero creyente sabe que la respuesta cómoda del credo religioso no es la verdadera, que lo difícil es el juicio moral en cada instante, que no se trata de obedecer las leyes, sino de caminar al filo de la navaja.

En ese sentido, Dios no esta en los cielos, sentado en su nube de algodón verificando si cumplimos o no los requisitos para entrar a un club celestial soso y aburrido. Dios está en cada uno, creyente o no creyente, empujándonos a vivir, susurrándonos la pregunta: ¿debo o no debo hacer esto? El problema no es ser ateo o creyente, el problema es ser bueno o malo. Y malo no es el que, equivocado, yerra al tratar de realizar su beneficio (o el de los demás). Malo es el que no hace nada, el anodino, el pusilánime espiritual. Dios prefiere mil veces más a un buen ateo, a un rebelde moral, a un agnóstico serio que aun amodorrado creyente, comodón y cobarde intelectual. “Frió o caliente, porque tibio te vomitaré de mi boca,” dice el evangelista en el Apocalipsis.

¿Es Dios nuestro ideal particular? Sí, creas o no en su existencia, Dios significa lo que debes hacer. Y cada vez que dejas de hacer lo que sabes que te hará crecer, te estás dejando tentar por el diablo. Ten cuidado: te puedes ir al infierno, que es la nada.

05 noviembre, 2006

Sobre la vida y la muerte

Sobre la vida y la muerte

Es un lugar común decir que el sentido de la vida está relacionado con nuestro concepto de la muerte. Pero lo que resulta difícil es vivir la vida pensado en la muerte. No sólo es un tema angustiante, sino extraordinariamente inconstante: la atracción hacia la vida y la fuerza de nuestras circunstancias cotidianas pueden más. Como decía Borges, el peso de ser alguien en el universo.

Algunos creyentes piensan que la fe en una vida futura simplifica la mortificación de ser mortal. Con excepción de la vida mística, eso es una tontería. El modo en que somos conscientes de esta forma de existencia no se repetirá jamás, y con tu cerebro muerto se van tus pensamientos. La forma de la vida futura es
incomprensible incluso para los más sabios. Sólo los santos saben de qué se trata; pero, desgraciadamente, no lo pueden comunicar (ni les interesa).

Otros, creyentes o no, han adoptado la filosofía estoica respecto de la muerte: no hay nada en este mundo que valga la pena amar, se dicen a sí mismos. Somos pasajeros en un barco que no es nuestro (y nunca lo será), así que no nos encariñemos con él, pues no podemos llevarnos siquiera un cenicero de recuerdo. Es así que, con mucha lógica pero sin ningún sentido común, nada les afecta o los conmueve, salvo sus convicciones políticas, religiosas, científicas, etc. ¿No están buscando distraerse, estas personas, del inevitable dolor a la muerte?

Creo que sólo cuando somos conscientes de lo que vamos a perder valoramos lo que tenemos, lo que hacemos. Sólo la conciencia de la muerte nos permite disfrutar cada minuto de la vida como un instante irrepetible. Eso es lo que le pasa a muchos viejos, quienes a pesar de todos sus achaques siguen mirando el mundo con ternura. Ese mundo que les trajo el beso que no esperaban, o la dulce ternura de la mano de su pequeño hijo en el rostro. Incluso los viejos amargados adquieren un sentido de independencia admirable: los valores cambian cuando sé está consciente del final.

Árboles floridos, días soleados, playas hermosamente desérticas, con aroma a sal y con una melodía constante de olas reventando entre las piedras. Primos, amigos, juegos, risas. Todo va a desaparecer. Miro mi mano que irremediablemente envejece. Huelo mi piel tratando de capturar la intensidad del momento. Es inútil. ¿Qué lección puedo sacar de todo esto? Como dije, apreciar cada momento. Pero, además, despreciar lo que no enriquece mi alma. ¿De que sirve toda esa etiqueta, el protocolo, la posición política correcta? ¿De qué me sirven la fama, el dinero, el respetuoso “qué dirán”?

Es más, cada vez que tengo un problema, uno de esos que no me deja dormir y me hace preocuparme por mi futuro, lo resuelvo de este modo: recuerdo que voy a morir. Nada vale la pena, excepto mi alma (aquí y en el futuro inmortal, si se quiere). Lo demás, como decía mi Maestro, perecerá tarde o temprano, corroído por la úrea. Quizás alguien piense que valen la pena los bienes materiales y la honra mientras se vive. No lo puedo negar. Pero no soy tan necio como para no ver que la vida es tan pasajera, tan efímera, tan corta, que vale la pena más valorar la propia autoestima que la opinión de los otros.
No creo que la muerte sea un bien, ni me resigno a aceptarla sonrientemente. La muerte es... la muerte. Pero dada mi condición mortal, creo que la conciencia de la muerte es lo mejor que tengo para vivir la vida.