05 noviembre, 2006

Sobre la vida y la muerte

Sobre la vida y la muerte

Es un lugar común decir que el sentido de la vida está relacionado con nuestro concepto de la muerte. Pero lo que resulta difícil es vivir la vida pensado en la muerte. No sólo es un tema angustiante, sino extraordinariamente inconstante: la atracción hacia la vida y la fuerza de nuestras circunstancias cotidianas pueden más. Como decía Borges, el peso de ser alguien en el universo.

Algunos creyentes piensan que la fe en una vida futura simplifica la mortificación de ser mortal. Con excepción de la vida mística, eso es una tontería. El modo en que somos conscientes de esta forma de existencia no se repetirá jamás, y con tu cerebro muerto se van tus pensamientos. La forma de la vida futura es
incomprensible incluso para los más sabios. Sólo los santos saben de qué se trata; pero, desgraciadamente, no lo pueden comunicar (ni les interesa).

Otros, creyentes o no, han adoptado la filosofía estoica respecto de la muerte: no hay nada en este mundo que valga la pena amar, se dicen a sí mismos. Somos pasajeros en un barco que no es nuestro (y nunca lo será), así que no nos encariñemos con él, pues no podemos llevarnos siquiera un cenicero de recuerdo. Es así que, con mucha lógica pero sin ningún sentido común, nada les afecta o los conmueve, salvo sus convicciones políticas, religiosas, científicas, etc. ¿No están buscando distraerse, estas personas, del inevitable dolor a la muerte?

Creo que sólo cuando somos conscientes de lo que vamos a perder valoramos lo que tenemos, lo que hacemos. Sólo la conciencia de la muerte nos permite disfrutar cada minuto de la vida como un instante irrepetible. Eso es lo que le pasa a muchos viejos, quienes a pesar de todos sus achaques siguen mirando el mundo con ternura. Ese mundo que les trajo el beso que no esperaban, o la dulce ternura de la mano de su pequeño hijo en el rostro. Incluso los viejos amargados adquieren un sentido de independencia admirable: los valores cambian cuando sé está consciente del final.

Árboles floridos, días soleados, playas hermosamente desérticas, con aroma a sal y con una melodía constante de olas reventando entre las piedras. Primos, amigos, juegos, risas. Todo va a desaparecer. Miro mi mano que irremediablemente envejece. Huelo mi piel tratando de capturar la intensidad del momento. Es inútil. ¿Qué lección puedo sacar de todo esto? Como dije, apreciar cada momento. Pero, además, despreciar lo que no enriquece mi alma. ¿De que sirve toda esa etiqueta, el protocolo, la posición política correcta? ¿De qué me sirven la fama, el dinero, el respetuoso “qué dirán”?

Es más, cada vez que tengo un problema, uno de esos que no me deja dormir y me hace preocuparme por mi futuro, lo resuelvo de este modo: recuerdo que voy a morir. Nada vale la pena, excepto mi alma (aquí y en el futuro inmortal, si se quiere). Lo demás, como decía mi Maestro, perecerá tarde o temprano, corroído por la úrea. Quizás alguien piense que valen la pena los bienes materiales y la honra mientras se vive. No lo puedo negar. Pero no soy tan necio como para no ver que la vida es tan pasajera, tan efímera, tan corta, que vale la pena más valorar la propia autoestima que la opinión de los otros.
No creo que la muerte sea un bien, ni me resigno a aceptarla sonrientemente. La muerte es... la muerte. Pero dada mi condición mortal, creo que la conciencia de la muerte es lo mejor que tengo para vivir la vida.

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